Comentario
Las dificultades financieras del nuevo Estado italiano y la crisis social en las provincias del sur -hubo una revuelta republicana en Palermo, en septiembre de 1866- obligaron a retrasar la búsqueda de una solución a la cuestión romana, en espera de que la situación internacional volviera a brindar una ocasión favorable. Una vez más, Garibaldi, con el apoyo encubierto del rey Víctor Manuel, intentó resolver el problema por la vía de la acción directa y amenazó a Roma a finales de octubre de 1867, pero fue derrotado en Mentana el 3 de noviembre por unas tropas francesas que demostraron la gran ventaja técnica que les proporcionaba el nuevo fusil Chassepot. Los franceses se instalaron en Civitá Vecchia y las relaciones con el Estado italiano entraron en una fase de gran tirantez. Ya en plena crisis franco-prusiana, al rechazar una oferta de una alianza militar con Italia a cambio de la retirada de las tropas estacionadas junto a Roma, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Gramont, llegó a decir: "Cuando Francia defiende su honor en el Rin, no lo va a perder en el Tíber". Los acontecimientos, sin embargo, se precipitaron. La guerra franco-prusiana estalló en julio de 1870, lo que obligó a la retirada de la guarnición francesa en Civitá Vecchia. Aunque Víctor Manuel II se inclinó inicialmente por ponerse al lado de Francia, esperando obtener Roma como fruto de una victoria francesa, sus ministros consiguieron aplazar esta decisión y la noticia de la derrota francesa dejó a los italianos las manos libres para apoderarse de Roma. El 20 de septiembre las tropas italianas hicieron su entrada por la Puerta Pía, en donde sólo encontraron una resistencia simbólica de las tropas papales, que tuvieron 19 bajas. Las de las tropas italianas fueron 49. Un plebiscito celebrado en octubre se decantó casi abrumadoramente favorable a la anexión. Víctor Manuel, que había intentado antes de la invasión conseguir del Papa una renuncia voluntaria a sus derechos como soberano temporal, no fue a Roma hasta diciembre de ese mismo año, y el Parlamento votó en mayo de 1871 una ley de garantías que pretendía regular las relaciones con el Papado. Pío IX la rechazó y abandonó el palacio del Quirinal para refugiarse en el Vaticano, donde se consideró prisionero. A primeros de agosto de 1871 Roma fue declarada capital del Reino de Italia. De acuerdo con las propias palabras de Víctor Manuel al Parlamento italiano, la obra a la que había dedicado su vida estaba cumplida. Massimo d'Azeglio, sin embargo, había advertido al propio rey: "Señor, hemos hecho Italia; ahora debemos hacer italianos". Los problemas del nuevo Estado, desde luego, no eran pocos. El principal era encontrar una solución a las difíciles relaciones con el Papado, fortalecido tras el Concilio Vaticano I, en el que se aprobó el dogma de la infalibilidad pontificia, inaceptable para las convicciones liberales y no siempre bien explicado, en sus justos términos religiosos, por los propios católicos. También habría que superar la fragmentación económica y administrativa del nuevo Reino, en el que tenían un excesivo peso las instituciones piamontesas. Se intentó hacer de la conscripción militar un instrumento de italianización, pero la división entre el norte y el sur se tradujo en una agudización de la depresión meridional mientras que, en el plano político, se agudizaba la tensión entre liberales y conservadores, que era también un cierto enfrentamiento entre los sectores ligados a la economía urbana (ciudades del norte) y los intereses agrícolas predominantes en el sur. La organización de un nuevo Estado sería necesariamente lenta y el propio D´Azeglio, en otra frase suya no tan conocida, señaló que no "había que darse prisa para construir Italia a partir de los italianos". Parte de los problemas seguirían sin resolver hasta bien entrado el siglo XX.